Mientras, dueño del campo por un lado, enredaba entre las suyas las piernas de la soprano, lanzaba a la contralto el dardo agudo de sus miradas, vertía sobre ella como un fluido enigmático, el irreprimible hechizo de sus ojos, cuya elocuencia muda encerraba un mundo de promesas. Todos eran pésimos, detestables, viles, con salvedad de los presentes. La Machi sobre todo, seducida, subyugada, como si la fuerza de un enigmático imán irresistiblemente determinara el movimiento de sus ojos, solo los separaba de las piedras para fijarlos sobre Andrés. Las letras eran de camelias blancas; los puntos, 2 gigantes solitarios de brillantes. El escenógrafo, parado bajo el arco de boca, observaba el efecto de un cuadro nuevo, combinaba la luz con el gasista.
En un instante los de afuera, como tipos que van de clase, pataleando, invadieron los palcos y la platea. Ella, sonriente y grandiosa, con esa majestad postiza de las reinas de teatro, en la que asoma siempre una punta de oropel, distribuía graciosos saludos de mano y de cabeza a sus compañeros, entre los que descollaba la gigantesca corpulencia de Guadagno. Sobre la extensa faja multicolor que dibujaban, solía alzarse la maciza corpulencia de algún toro trabajando, mientras que de trecho en trecho, los peones escalonados, inmóviles, parecían como los postes de un corral. Charlaban de sus cosas, de sus prendas, de sus caballos perdidos cuyas marcas pintaban en el suelo con la punta del cuchillo, de alguien que andaba a monte «juyendo» de la justicia por haberse desgraciado, bastante bebido el pobre, matando a otro en una jugada grande. La vecindad de Donata, sus carnes frescas y mojadas de sudor, ya un brazo, el seno, una pierna, el pie que Andrés, en su desasosiego constante alcanzaba a rozarle por quizá, bruscamente lo hacían apartarse de ella como erizado al contacto de un bicho asqueroso y repugnante. Y diciendo y haciendo, pasó a la parte anexa, encendió un fósforo y volvió poco después aproximando de repente al rostro de Donata la candela que traía en la mano.
Millan Millan Pablo Manuel,
Vagamente, en la penumbra, el angosto y profundo coliseo despertaba la idea de una boca de monstruo, abierta, enorme. No obstante su empeño por disimular la pena que la embargaba, un estremecimiento agitaba sus labios, de a poco los ojos se le preñaban de lágrimas. Se le vieron solo blanquear los ojos en una mirada de soslayo, traidora y falsa como un puñal. » los peones turbados daban vuelta, cuerpeaban al animal, corrían, gambeteaban. Muy apurados, ganaban los postes o se echaban de barriga, chuleándolo por fin en la mitad de una algazara salvaje, infernal, así que lograban salvar el bulto.
Solo un hombre, envuelta la cabeza en un ancho pañuelo de seda, iba cruzando al galope. Enardecido al calor de una de esas fantasías de joven, que tienen la virtud de editar en un edén el camarín hediondo a cola y a engrudo de las cómicas, hacerse presentar a ella por el empresario, un italiano viejo, corrompido, y mandarle en la noche del estreno diez mil pesos en alhajas, todo fue uno. Los jilgueros y benteveos, cansados, se ganaban a hacer noche en la espesura del monte, los teros, de a dos, bichaban cuidando el nido y, turbados frente al vuelo de un chimango o la proximidad de un hombre cruzando el campo, se levantaban en volidos cortos, se asentaban ahí no mucho más, corrían, se paraban, se agachaban y, aleteando, soltaban su grito austero. Las ovejas, brutalmente maneadas de las patas, echadas de costado unas al lado de otras, las caras vueltas hacia el lado del corral, entrecerraban los ojos con una expresión inconsciente de cansancio y de mal, jadeaban sofocadas. En dos ristras, los animales hacían calle a una mesa llena de lana que múltiples hombres se ocupaban en atar. Sin embargo, cuando uno yerra, vaga, pasea o merodea, es libre a cada momento de decidir hacia dónde tira.
Premios Soledad Lorenzo, Mucho Más Tiempo Y Más Versátiles
Ahora, algún hornero arruinado por la maldad de los hombres o la inclemencia del tiempo, caída y rota su casa, obligado a levantarla de nuevo, trabajando aquí y allá, contra el pozo, en el borde de los charcos y, una vez hecha la mezcla, preparado el material, volando a emplearlo en el edificio admirable de su nido con la ayuda de su pico, como un albañil con la de su cuchara. Daba un golpe rabioso a la ventana, echaba aldaba a los postigos y en las espesas tinieblas de su casa convertida en un sepulcro, se arrojaba de espaldas a la cama y fumaba, fumaba incesantemente, unos tras otros packs enteros de cigarrillos turcos, su tabaco favorito, o en una esquina, sentado, los codos sobre las rodillas, la cabeza entre las manos, permanecía ensimismado y también inmóvil largo tiempo. Entregado Andrés a su negro pesimismo, minada el alma por la zapa de los enormes demoledores modernos, abismado el espíritu en el glacial y terrible «nada» de las doctrinas novedosas, prestigiadas a sus ojos por el triste caudal de su experiencia, penosamente arrastraba su historia en la soledad y el aislamiento. Breves momentos después, con el gesto de glacial indiferencia del hombre que no quiere, Andrés apaciblemente se bajaba de la cama, daba unos pasos por el cuarto y volvía a apoyarse sobre el borde del colchón.
Junto con la luz pálida de la luna, entró la brisa fresca de la noche. Excitado, no obstante, alterado, febriciente, se movía, sin cesar de un lado otro, se revolvía desesperado sin poder pegar los ojos, se acostaba de espaldas, sobre el flanco, se quitaba las sábanas de encima, sacaba las piernas fuera del colchón. A eso de las diez de la noche, Andrés se apeaba en un bajo y anudaba su caballo a unos leños de duraznillos.
Pablo Manuel Millán Millán
El hijo, insolente, contestó arrendando un cuarto en el Hotel de la Paz. Fastidiado, declaró el viejo que cerraba los cordones de su bolsa. Una vez -y el recuerdo de este lejano episodio de su vida se dibujó claramente en su memoria- una vez, había llegado a Buenos Aires una francesa vieja, zonza, flaca y fea, pero… Las reminiscencias de la primera niñez, los seis años, la escuela de mujeres, la maestra -Misia Petronita- de palmeta y pañuelo de tartán, la cartilla, Astete y, entonces, las grandes, el día de hoy marchitas, madres, abuelas muchas de ellas. Ni aun el viento, dormido, parecía querer turbar la calma inalterada de la tarde. En medio de la densa nube de tierra que arrastraba, se oyó el ruido repicado de las tijeras hundiéndose entre la lana, sonando como cuerdas tirantes de violín.
La interpretación del papel de Aida fue objeto, por la parte de los amigos italianos, de felicidades candentes y entusiastas, que la Amorini, indolentemente apoyada al asegurar de su silla, se dignaba acoger con una benévola sonrisa de satisfacción en los labios. Y las piedras relucían como dos trozos del sol accediendo por el orificio de una llave… El fuego de su mirada negra se velaba por momentos, su boca, de mala forma contraída en una tiesura de los labios, en vano se esforzaba por mostrarse risueña y complacida. En la expresión absorta de su rostro, algo como un mal encubierto reflejo de celos y de envidia parecía asomar. Andrés la analizaba con el golpe de vista seguro y veloz de los profesores, curiosa y encendida la mirada, y el pie, y los dedos del pie sobre todo, de esta manera ajustados, más allá de el lo atraían, secretamente provocaban su lascivia en un refinamiento de extravío sensual. Tras el telón, en la escena, los egipcios y los negros de Amonasro, confundidos, hablaban, se paseaban.
Miguel Angel Pesquera/pedro Casares-hontañón/pablo Coto Millán/vicente Inglada López De Sabando
Solamente sus amores, si es que amor podía nombrarse su comercio con Donata, bastaban a completar algunos instantes de su historia. Adentro, el sacerdote, un vizcaíno carlista cuadrado de cuerpo y de cabeza, hombre de pelo en pecho y de cuchillo en la liga, se disponía a oficiar pomposamente en el altar, objeto de la fiesta. Las mujeres, fabricadas un cuero de escuerzo enojado, de a 2, de a tres, iban accediendo. En otras ocasiones, en sus horas de calma y de quietud, tal y como si su mal compadecido, de tarde en tarde, hubiera querido hacerle la limosna de una tregua, tendido sobre su hamaca a la sombra de los paraísos de la quinta, una pequeñez, una nada lo atraía; cualquier ínfimo detalle de la vida animal en sus manifestaciones infinitas. Ensillaba él mismo su caballo y, contra el viento, el sombrero en la nuca, lagrimeándole los ojos, silbándole los oídos, galopaba, corría, devoraba locamente las distancias. Ella, pasmada, absorta, sin atinar siquiera a defenderse, quizás obedeciendo a la voz enigmática del instinto, subyugada más allá suyo por el ciego ascendente de la carne, en el contacto de ese otro cuerpo de hombre, como una masa inerte se entregaba.
No era, como al comienzo, de tarde en tarde, si sus tareas del teatro llegaban a dejarla libre, en las noches en que no le tocaba cantar, en el momento en que los ensayos no reclamaban su presencia. Enardecida, inflamada, febriciente, arrojaba lejos al suelo la bata, la pollera, el corsé, se bajaba las enaguas. Algunos momentos trascurrieron en la inspección meticulosa del recinto; en el cuarto de toilette, en el examen interesante de las lonas, de los bronces, de los mármoles, de las riquezas amontonadas por Andrés. Alrededor, contra las paredes, cubiertas de arriba abajo por viejas tapicerías de seda de la China, varios divanes se veían de un antiguo tejido turco. Por ella, se entraba a una de las dos únicas habitaciones del frente, cuyo interior hacía contraste con el aspecto miserable que de afuera el edificio presentaba.